Es inocultable mi fascinación por la ciencia ficción. Un género que nos permite reflexionar sobre diferentes situaciones desde enfoques inéditos, impensados, desprejuiciados y no sujetos a los límites de nuestra realidad sino de nuestra imaginación.
Hoy estamos protagonizando -desde nuestras casas- la mayor película apocalíptica nunca soñada. Ya filmamos el fin del mundo a manos de los extraterrestres, de zombis, del cambio climático, de la lluvia de meteoritos, y hasta de pandemias… pero incluso en esos escenarios fantásticos, nunca nos imaginamos el fin del capitalismo.
El 29 de mayo se cumplirá un nuevo aniversario (según el calendario Juliano) de la caída del imperio bizantino. Mientras el cuerpo de Constantino XI era sepultado en Constantinopla, su cabeza era trofeo en las manos de Mehmed II “el conquistador”, sultán otomano que así ponía fin a la Edad Media en 1453.
El fatídico desenlace del rey franco Carlomagno (748-814 DC) al pretender centralizar el poder en el occidente, dio lugar al nacimiento de un sistema político, económico y social que los historiadores han convenido en llamar feudalismo. En pocas palabras, el feudalismo es el sueño húmedo de toda plutocracia, una organización social autócrata donde el poder lo es todo, y está en manos de quienes hayan alcanzado la meritocracia uterina de heredarlo.
En esa sociedad plutocrática el mundo vivió (?) mil años, el Medioevo, el milenio donde nada brilló, nada se desarrolló más que las guerras, persecuciones religiosas y plagas. Finalmente, la Revolución Francesa firmó su partida de defunción cuando suprimió solemnemente "todos los derechos feudales" en la noche del 4 de agosto de 1789 y "definitivamente el régimen feudal", con el decreto del 11 de agosto.
Justamente esa asamblea revolucionaria fue la que dio origen al concepto de izquierdas y derechas en la política. En esa noche de agosto cuando la asamblea debatía sobre la futura constitución, los diputados partidarios del veto real (en su mayoría pertenecientes a la aristocracia o al clero) se agruparon a la Derecha del presidente, escaños destinados habitualmente a los lugares de honor. Por el contrario, quienes se oponían a este veto se ubicaron a la Izquierda, autoproclamándose como “patriotas”.
Desde entonces quedó claro que la Izquierda representaba los valores de progreso, igualdad jurídica, respeto a lo nacional y autóctono, solidaridad, insubordinación, y reformismo. Mientras que la Derecha defendía valores de autoridad, identidad nacional, orden, seguridad, tradición y conservadurismo.
A la luz de lo expuesto anteriormente, sí veníamos del Medioevo, un sistema político feudal, dictatorial, monárquico y plutocrático: ¿Qué pretendían conservar estos conservadores? ¿Ustedes los ven muy diferentes a nuestra derecha actual?
Un año después a la muerte del feudalismo, también lo hacía en Edimburgo el economista y filósofo escocés Adam Smith. El padre del capitalismo moderno, que sentó sus bases cuando planteo el funcionamiento del mercado, la mano invisible que regula la oferta y la demanda, y la definición del precio en esa libre fluctuación de valores.
Cien años antes Isaac Newton establecía la Ley de Gravedad, hoy discutimos más la ley de Newton que las leyes en el mercado capitalista de Smith. Quizás por la eficaz labor de quienes se sentaron a la diestra del presidente Jean Sylvain Bailly en la Asamblea Nacional, hoy nadie duda que las cosas valen por lo que alguien esté dispuesto a pagar por ellas. Más que una ley, es el onceavo mandamiento.
Pero hace un mes me pareció ver una lucecita en ese horizonte utópico. En el debate por la supresión de las jubilaciones de privilegio que tienen (tenían) los jueces, una parte considerable de la clase media -muy aclimatada en las indignaciones nimias- esta vez se indignó al saber que algunos jueces llegan a cobrar el equivalente a cincuenta y cinco jubilaciones mínimas. O sea, se cruzó una frontera de moralidad, hasta entonces invisible, para fijar la inequidad en una remuneración.
¿Por qué es indignante que la jubilación de un juez en la Corte Suprema sea cincuenta veces mayor a la de su chofer, y no nos indigna que su sueldo lo sea?
¿Cuál sería la moral selectiva que nos indigna frente a un juez, y no frente a la diferencia salarial/previsional del CEO de Telecom y su chofer?
¿A partir de qué desigualdad nos indignamos, y nos parece una desviación del capitalismo salvaje que debemos corregir? ¿cuarenta veces… cincuenta veces… cuánto?
El problema del capitalismo nunca fue que alguien gane más que otro, sino cuánto más que otro. ¿Habrá llegado el mágico momento de dar ese debate?
Parece que cuando le ponemos rostro al Coeficiente de GINI, la sociedad lo entiende mejor.
Cuando aún no habíamos salido de la sorpresa, ya estábamos entrando en un lockout patronal del campo por cuatro días para defender la concentración del ingreso. Y antes de evaluar lo inútil e intrascendente que resultó, ya vivíamos en cuarentena, leyendo desde casa el Decreto del jueves 12 de marzo que dispuso la emergencia sanitaria por el coronavirus. Entre otras medidas importantes, se establece que pueden fijar precios máximos “para el alcohol en gel, los barbijos u otros insumos críticos” y “adoptar las medidas necesarias para prevenir su desabastecimiento”.
Nuevamente, una mayoría popular -que incluía las almas de cristal en la clase media- estaba aplaudiendo de pie a un Presidente peronista en una Cadena Nacional, ¿lo pueden creer?
Pero eso no es lo único increíble, sino que aplaudían a un Gobierno que un mes atrás había establecido un límite moral para la desigualdad de ingresos en las personas físicas, y ahora estaba estableciendo un límite de rentabilidad para las personas jurídicas. Ni en la ferifiesta más alocada se imaginó tanto, aunque siempre podemos adelantar el rechazo del trotskismo autóctono.
Después de 200 años y una pandemia de por medio, podemos permitirnos la blasfemia de dudar sobre la mano invisible del mercado, y su eficacia para socorrernos ante una crisis. Sólo los Estados y la capacidad de los políticos -siempre vilipendiados- que están al frente, pueden hoy tomar las medidas correctas (o no) para encontrar la salida.
Nació un consenso social, un sentido común que brotó como anticuerpo ante el bombardeo de los medios de comunicación, donde acordamos que NO siempre el precio está determinado por la libre fluctuación de la oferta y la demanda. El Estado debe fijar límites para evitar excesos, usando las palabras del propio Alberto Fernández:
Desarrollamos una conciencia, una moral que se incomoda frente a determinados grados de desigualdad. El liberalismo económico, tan defendido por los plutócratas de derecha, nos acerca a los derechos de la época feudal, donde la única certeza (como sentenció Anatole France) es que: “todos los pobres tienen derecho a morirse de hambre bajo los puentes de París”.
La única forma de reemplazar la plutocracia por una democracia es a través del fortalecimiento del Estado. La única forma de administrar un Estado eficientemente es a través de la actividad política. La única forma de apoyar la democracia es incrementando y mejorando tú actividad y participación política.
Quien se dice apolítico (que se pronuncia anti-político) es en realidad anti-democrático.
Los conservadores plutócratas, que hemos sabido llamar oligarquía en estas tierras, llevan 200 años inoculando en esta sociedad un tumor llamado anti-política, y nos ha infecta a todos y todas. En algún momento de nuestras vidas, dijimos o escuchamos pasivamente que “la política es algo sucio”, que “los políticos son todos corruptos”. En mayor o menor medida hemos sido agentes contaminantes en esta pandemia anti-política, que es aún más peligrosa y mortal que el coronavirus.
Sergio Marino
Hoy estamos protagonizando -desde nuestras casas- la mayor película apocalíptica nunca soñada. Ya filmamos el fin del mundo a manos de los extraterrestres, de zombis, del cambio climático, de la lluvia de meteoritos, y hasta de pandemias… pero incluso en esos escenarios fantásticos, nunca nos imaginamos el fin del capitalismo.
Feudalismo plutocrático
El 29 de mayo se cumplirá un nuevo aniversario (según el calendario Juliano) de la caída del imperio bizantino. Mientras el cuerpo de Constantino XI era sepultado en Constantinopla, su cabeza era trofeo en las manos de Mehmed II “el conquistador”, sultán otomano que así ponía fin a la Edad Media en 1453.
El fatídico desenlace del rey franco Carlomagno (748-814 DC) al pretender centralizar el poder en el occidente, dio lugar al nacimiento de un sistema político, económico y social que los historiadores han convenido en llamar feudalismo. En pocas palabras, el feudalismo es el sueño húmedo de toda plutocracia, una organización social autócrata donde el poder lo es todo, y está en manos de quienes hayan alcanzado la meritocracia uterina de heredarlo.
En esa sociedad plutocrática el mundo vivió (?) mil años, el Medioevo, el milenio donde nada brilló, nada se desarrolló más que las guerras, persecuciones religiosas y plagas. Finalmente, la Revolución Francesa firmó su partida de defunción cuando suprimió solemnemente "todos los derechos feudales" en la noche del 4 de agosto de 1789 y "definitivamente el régimen feudal", con el decreto del 11 de agosto.
Justamente esa asamblea revolucionaria fue la que dio origen al concepto de izquierdas y derechas en la política. En esa noche de agosto cuando la asamblea debatía sobre la futura constitución, los diputados partidarios del veto real (en su mayoría pertenecientes a la aristocracia o al clero) se agruparon a la Derecha del presidente, escaños destinados habitualmente a los lugares de honor. Por el contrario, quienes se oponían a este veto se ubicaron a la Izquierda, autoproclamándose como “patriotas”.
Desde entonces quedó claro que la Izquierda representaba los valores de progreso, igualdad jurídica, respeto a lo nacional y autóctono, solidaridad, insubordinación, y reformismo. Mientras que la Derecha defendía valores de autoridad, identidad nacional, orden, seguridad, tradición y conservadurismo.
A la luz de lo expuesto anteriormente, sí veníamos del Medioevo, un sistema político feudal, dictatorial, monárquico y plutocrático: ¿Qué pretendían conservar estos conservadores? ¿Ustedes los ven muy diferentes a nuestra derecha actual?
Capitalismo moderno
Un año después a la muerte del feudalismo, también lo hacía en Edimburgo el economista y filósofo escocés Adam Smith. El padre del capitalismo moderno, que sentó sus bases cuando planteo el funcionamiento del mercado, la mano invisible que regula la oferta y la demanda, y la definición del precio en esa libre fluctuación de valores.
Cien años antes Isaac Newton establecía la Ley de Gravedad, hoy discutimos más la ley de Newton que las leyes en el mercado capitalista de Smith. Quizás por la eficaz labor de quienes se sentaron a la diestra del presidente Jean Sylvain Bailly en la Asamblea Nacional, hoy nadie duda que las cosas valen por lo que alguien esté dispuesto a pagar por ellas. Más que una ley, es el onceavo mandamiento.
Pero hace un mes me pareció ver una lucecita en ese horizonte utópico. En el debate por la supresión de las jubilaciones de privilegio que tienen (tenían) los jueces, una parte considerable de la clase media -muy aclimatada en las indignaciones nimias- esta vez se indignó al saber que algunos jueces llegan a cobrar el equivalente a cincuenta y cinco jubilaciones mínimas. O sea, se cruzó una frontera de moralidad, hasta entonces invisible, para fijar la inequidad en una remuneración.
¿Por qué es indignante que la jubilación de un juez en la Corte Suprema sea cincuenta veces mayor a la de su chofer, y no nos indigna que su sueldo lo sea?
¿Cuál sería la moral selectiva que nos indigna frente a un juez, y no frente a la diferencia salarial/previsional del CEO de Telecom y su chofer?
¿A partir de qué desigualdad nos indignamos, y nos parece una desviación del capitalismo salvaje que debemos corregir? ¿cuarenta veces… cincuenta veces… cuánto?
El problema del capitalismo nunca fue que alguien gane más que otro, sino cuánto más que otro. ¿Habrá llegado el mágico momento de dar ese debate?
Parece que cuando le ponemos rostro al Coeficiente de GINI, la sociedad lo entiende mejor.
Cuando aún no habíamos salido de la sorpresa, ya estábamos entrando en un lockout patronal del campo por cuatro días para defender la concentración del ingreso. Y antes de evaluar lo inútil e intrascendente que resultó, ya vivíamos en cuarentena, leyendo desde casa el Decreto del jueves 12 de marzo que dispuso la emergencia sanitaria por el coronavirus. Entre otras medidas importantes, se establece que pueden fijar precios máximos “para el alcohol en gel, los barbijos u otros insumos críticos” y “adoptar las medidas necesarias para prevenir su desabastecimiento”.
Nuevamente, una mayoría popular -que incluía las almas de cristal en la clase media- estaba aplaudiendo de pie a un Presidente peronista en una Cadena Nacional, ¿lo pueden creer?
Pero eso no es lo único increíble, sino que aplaudían a un Gobierno que un mes atrás había establecido un límite moral para la desigualdad de ingresos en las personas físicas, y ahora estaba estableciendo un límite de rentabilidad para las personas jurídicas. Ni en la ferifiesta más alocada se imaginó tanto, aunque siempre podemos adelantar el rechazo del trotskismo autóctono.
Reflexiones de cuarentena
Después de 200 años y una pandemia de por medio, podemos permitirnos la blasfemia de dudar sobre la mano invisible del mercado, y su eficacia para socorrernos ante una crisis. Sólo los Estados y la capacidad de los políticos -siempre vilipendiados- que están al frente, pueden hoy tomar las medidas correctas (o no) para encontrar la salida.
Nació un consenso social, un sentido común que brotó como anticuerpo ante el bombardeo de los medios de comunicación, donde acordamos que NO siempre el precio está determinado por la libre fluctuación de la oferta y la demanda. El Estado debe fijar límites para evitar excesos, usando las palabras del propio Alberto Fernández:
“Debemos terminar con la Argentina de los vivos que se enriquecen a costa de los pobres bobos que estamos condenados a pagar lo que consumimos”
Desarrollamos una conciencia, una moral que se incomoda frente a determinados grados de desigualdad. El liberalismo económico, tan defendido por los plutócratas de derecha, nos acerca a los derechos de la época feudal, donde la única certeza (como sentenció Anatole France) es que: “todos los pobres tienen derecho a morirse de hambre bajo los puentes de París”.
La única forma de reemplazar la plutocracia por una democracia es a través del fortalecimiento del Estado. La única forma de administrar un Estado eficientemente es a través de la actividad política. La única forma de apoyar la democracia es incrementando y mejorando tú actividad y participación política.
Quien se dice apolítico (que se pronuncia anti-político) es en realidad anti-democrático.
Los conservadores plutócratas, que hemos sabido llamar oligarquía en estas tierras, llevan 200 años inoculando en esta sociedad un tumor llamado anti-política, y nos ha infecta a todos y todas. En algún momento de nuestras vidas, dijimos o escuchamos pasivamente que “la política es algo sucio”, que “los políticos son todos corruptos”. En mayor o menor medida hemos sido agentes contaminantes en esta pandemia anti-política, que es aún más peligrosa y mortal que el coronavirus.
Sergio Marino
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