En una república, la llamada “voluntad popular” es la suma de opiniones ciudadanas expresadas en un momento dado a través de una elección o plebiscito. Si la opinión individual es cambiante, “caprichosa”, la “voluntad popular” también.
Por aprendizaje o por moda, por época o por simple evolución, la opinión va y viene constantemente. Aunque indeseable para un mejor manejo de la cosa pública, este vaivén es inevitable: si esperamos que el gobierno respete la representatividad de la voluntad popular, debemos aceptar que los altibajos de opinión afecten las decisiones de gobierno.
La tensión entre estabilidad de gobierno y representatividad democrática también resulta inevitable. En términos de la opinión al poder, un gobierno democrático admitiría en un extremo que cada mañana cada ciudadano opine sobre todas las medidas gubernamentales (una especie de “asambleísmo masivo”) o que una especie de monarquía votada donde la ciudadanía consagre por votación a un sujeto como rey y le entregue poder absoluto hasta su muerte. Estas dos formas democráticas se regirían por una Constitución distinta, y resolverían de diferente manera la tensión entre estabilidad y representatividad. Ambas serian republicas democráticas, pero donde el poder de la opinión no tendría igual jerarquía y, como contracara, la estabilidad lograda sería diferente.
La Constitución Argentina se coloca en un punto intermedio, cuenta con mecanismos de amortiguación frente este fenómeno de ciclotimia democrática: las elecciones cambian las cámaras de a tercios (de esta manera se requiere una opinión con cierta permanencia en el tiempo para que todo el Congreso cambie); las consultas a la ciudadanía no son diarias sino cada dos o cuatro años; se gobierna través de representantes (cosa que amortigua mucho el impacto de los humores diarios en la toma de decisiones). De esta manera, la Constitución garantiza cierto equilibrio donde la opinión popular tiene una presencia relativamente frecuente pero los representantes poseen suficiente discrecionalidad y mandato temporal como para darle estabilidad a la gestión.
Cualquier otro planteo de amortiguación es probablemente antidemocrático. Pensamos, por ejemplo, en la mencionada sobrevaloración de las “instituciones” en detrimento de la decisión de los representantes de la voluntad popular.
Escuchá el MAKnual
Por aprendizaje o por moda, por época o por simple evolución, la opinión va y viene constantemente. Aunque indeseable para un mejor manejo de la cosa pública, este vaivén es inevitable: si esperamos que el gobierno respete la representatividad de la voluntad popular, debemos aceptar que los altibajos de opinión afecten las decisiones de gobierno.
La tensión entre estabilidad de gobierno y representatividad democrática también resulta inevitable. En términos de la opinión al poder, un gobierno democrático admitiría en un extremo que cada mañana cada ciudadano opine sobre todas las medidas gubernamentales (una especie de “asambleísmo masivo”) o que una especie de monarquía votada donde la ciudadanía consagre por votación a un sujeto como rey y le entregue poder absoluto hasta su muerte. Estas dos formas democráticas se regirían por una Constitución distinta, y resolverían de diferente manera la tensión entre estabilidad y representatividad. Ambas serian republicas democráticas, pero donde el poder de la opinión no tendría igual jerarquía y, como contracara, la estabilidad lograda sería diferente.
La Constitución Argentina se coloca en un punto intermedio, cuenta con mecanismos de amortiguación frente este fenómeno de ciclotimia democrática: las elecciones cambian las cámaras de a tercios (de esta manera se requiere una opinión con cierta permanencia en el tiempo para que todo el Congreso cambie); las consultas a la ciudadanía no son diarias sino cada dos o cuatro años; se gobierna través de representantes (cosa que amortigua mucho el impacto de los humores diarios en la toma de decisiones). De esta manera, la Constitución garantiza cierto equilibrio donde la opinión popular tiene una presencia relativamente frecuente pero los representantes poseen suficiente discrecionalidad y mandato temporal como para darle estabilidad a la gestión.
Cualquier otro planteo de amortiguación es probablemente antidemocrático. Pensamos, por ejemplo, en la mencionada sobrevaloración de las “instituciones” en detrimento de la decisión de los representantes de la voluntad popular.
Escuchá el MAKnual
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Me gustaría conocer tu opinión.