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Corrupción Y Coimas


La corrupción es la gran denuncia contra la clase política. Parece la fuente de todos los males, y la única.

Lo curioso es que el poder y los medios de comunicación asocian y circunscriben la corrupción a la recepción de coimas o dádivas, cuando la definición de “corrupción pública” según el Banco Mundial remite a cualquier uso de poderes públicos para beneficio personal.

Hacer algo a cambio de un fajo de billetes es claramente corrupción, pero se trata del acto corrupto más básico. Es la corrupción de aquéllos sin poder, sin relaciones establecidas con confianza suficiente como para vender favores ha fiado, poder intercambiar otros compromisos de mayor envergadura en lugar de dinero contante y sonante.

Pero también es corrupción el diputado que no apoya una ley que la sabe deseada por sus representados, pero que lo enfrentaría con poderosos dispuestos a truncarle la carrera política. Es el caso de quien no apoya el aborto ni siquiera debatirlo en el recinto para no enemistarse con la Iglesia, o la ley de medios para no padecer el hostigamiento de las grandes empresas mediáticas.

También es corrupto el diputado que acepta la visita de lobbistas que luego ayudarán a financiar su campaña. Ya supone un privilegio corrupto el solo hecho de recibirlos, cuando no recibe a todos los ciudadanos: ni hablar de cuando además aprueba leyes favorables a estos intereses.

En el mundo de la corrupción pública, la coima es la práctica más rudimentaria, aquélla que se establece entre personas que no se tienen confianza y cuyo único intercambio pasa por unos pesos. En las mafias establecidas y que llevan generaciones, no hace falta ningún sobre, no sólo porque el dinero no entraría ni en un conteiner sino porque los involucrados saben que “hoy por ti, mañana por mí” es un pacto que se cumple, sin siquiera mencionarlo.

Tal diputado no menciona la prueba de ADN de dos hijos presuntamente apropiados, y da por descontado que será tratado bien. Nadie le da un sobre, nadie siquiera “verbaliza” este acuerdo.

Otro diputado sabe que, si habla a favor del aborto, el obispo comenzará a sembrar la duda entre los feligreses sobre sus negociados o sobre su incapacidad. Tampoco hicieron falta la amenaza verbal ni los sobres. Pero hay ahí un acto de corrupción, probablemente imposible de demostrar a nivel individual pero indudable cuando se analiza a nivel colectivo y en el tiempo.

El poder no nombra estas corrupciones, porque se beneficia con ellas. No quiere que los representantes populares se agachen por dinero, sino por conveniencia o temor. Porque dinero para coimear tienen muchos, la capacidad de atemorizar o seducir solo unos pocos.

Para nosotros, hay corrupción política cuando un representante elegido no trabaja para sus representados y lo hace por un interés privado sea un cheque o el favor de una institución. Por otra parte, la importancia de la corrupción no se mide en términos de sobre, sino en términos de daño causado a los representados.

Ejemplifiquemos esto con nuestro abogado defensor en una causa penal muy seria.

Coima sería que nuestro abogado nos pasase tickets de gastos inexistentes, algún almuerzo con una novia, declarado como de trabajo: nos roba algunos pesos, pocos o muchos. En cambio, nuestro letrado cometería corrupción política si manifestara empatía con el abogado de la contraparte porque aspira a pertenecer a su bufete, o si se guiara por un pensamiento ideológico que lo planta con cierta animosidad en nuestra contra. Esta corrupción puede costarnos la cárcel.

Nadie quiere que su abogado penalista le robe, pero la traición es mucho peor. La jerarquización del robo de tickets la instalan quienes se benefician con la traición de nuestros abogados.

La simple coima es una mala cosa dentro de la política, como dentro de cualquier organización. Sin dudas, es corrupción política porque de algún modo desvía el interés del representante del interés de los representados. ¿Qué coimero podría asegurar que habría hecho lo mismo sin una coima de por medio?

Dicho esto, cabe insistir en que la corrupción política es irreductible a la coima. De hecho, los mayores actos de corrupción política no se explican por coimas, sino por presiones ideológicas, por cooptación o por interés político personal. Y quizás los mayores actos de corrupción no sean hechos sino omisiones. El no hacer por temor o en busca de apreciación de otro que no sea el votante, es un acto de corrupción invisible.

La corrupción política se analiza en los hechos realizados y en su relación con el mandato popular. No hacen falta cámaras ocultas, ni micrófonos escondidos, ni detección de sobres. Basta con analizar los actos públicos.

Si el Congreso no aplica límites a la industria tabacalera, cuando no encontramos un solo amigo o vecino que desee eso, seguro es por algún acto de corrupción política. ¿Coima? ¿Presión? ¿Lobby? Qué importa. La corrupción radica en la acción u omisión política.

¿Fue coimero Martínez de Hoz cuando eliminó el impuesto a la herencia el año de su propia herencia? Seguro que no. ¿Quién le habría pagado? Sus hermanos, quizás, aunque también podría haber argumentado que le pareció una medida muy positiva para los argentinos. ¿Fue corrupto? No tenemos dudas.

¿Por qué no se trata la ley del aborto? ¿Por qué no se trató antes la ley de medios? Aunque se pierda o se gane, ¿por qué ningún grupo político con existencia real nunca llevó estas leyes al recinto? ¿Por qué los representantes no quieren aparecer votando en contra de sus representados, pero tampoco contra la Iglesia o Clarín?

Recordemos la conducta de Carrió en relación con la ley de matrimonio igualitario: reconoció que sus votantes apoyaban el proyecto pero anunció que no votaría a favor por su compromiso con la Iglesia (compromiso que nunca antes había explicitado como superior al mandato popular democrático, y cuya contradicción podría haber resuelto renunciando a su banca).

Esto es corrupción sin sobres. La más dañina. La más conveniente al verdadero poder.

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