No debemos permitir la confusión entre ser intolerante con las ideas y ser intolerante con las personas. En una sociedad democrática, no tolerar las ideas del otro significa refutarlas, discutirlas, objetarlas, no acordar con ellas ni después de largos debates. Incluso considerarlas inaceptables e indignas de ser pensadas.
Todo esto es una intolerancia democrática, que no daña a nadie salvo a aquél cuyo ego le exija la aceptación de sus ideas por parte de todos los demás.
En cambio, la intolerancia no democrática es aquélla dirigida, no a las ideas, sino a las personas. Aquella que lleva a prohibir la expresión y defensa de ciertas ideas, la libre circulación de los autores o difusores de estas ideas. Aquélla que finalmente ordena la muerte o encarcelamiento de estas personas. Esta es la intolerancia intolerable.
Esta confusión iguala a un político que le grita a otro “sos un energúmeno; tipos con tus ideas deberían estar encerrados en un manicomio” con aquel funcionario que efectivamente encierra a una persona en un manicomio por sus ideas. Iguala al automovilista que le grita al otro “te voy a matar” con aquel que efectivamente lo mata.
Es no diferenciar entre la civilización algo sanguínea y la barbarie sanguinaria.
Intolerancia política es emplear el poder conferido para impedir hacer una crítica. Responderle de mal modo al autor de una crítica despiadada puede ser grosería, pero no intolerancia política.
Adjetivar con el mismo tono ambas situaciones es, en el mejor de los casos, un simple artificio político para criminalizar al gritón de turno. Pero nos lleva a naturalizar las acciones aberrantes al asemejarlas a las cotidianas.
La “intolerancia política” también es relativa según el poder real del sujeto. No indica un estado de intolerancia política si un grupo reducido de adolescentes anuncia su intención de rechazar todos los recursos de alzada de quienes tengan piel oscura. Sí, en cambio, habría intolerancia política si el mismo anuncio fuera realizado por jueces de una cámara.
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Todo esto es una intolerancia democrática, que no daña a nadie salvo a aquél cuyo ego le exija la aceptación de sus ideas por parte de todos los demás.
En cambio, la intolerancia no democrática es aquélla dirigida, no a las ideas, sino a las personas. Aquella que lleva a prohibir la expresión y defensa de ciertas ideas, la libre circulación de los autores o difusores de estas ideas. Aquélla que finalmente ordena la muerte o encarcelamiento de estas personas. Esta es la intolerancia intolerable.
Esta confusión iguala a un político que le grita a otro “sos un energúmeno; tipos con tus ideas deberían estar encerrados en un manicomio” con aquel funcionario que efectivamente encierra a una persona en un manicomio por sus ideas. Iguala al automovilista que le grita al otro “te voy a matar” con aquel que efectivamente lo mata.
Es no diferenciar entre la civilización algo sanguínea y la barbarie sanguinaria.
Intolerancia política es emplear el poder conferido para impedir hacer una crítica. Responderle de mal modo al autor de una crítica despiadada puede ser grosería, pero no intolerancia política.
Adjetivar con el mismo tono ambas situaciones es, en el mejor de los casos, un simple artificio político para criminalizar al gritón de turno. Pero nos lleva a naturalizar las acciones aberrantes al asemejarlas a las cotidianas.
La “intolerancia política” también es relativa según el poder real del sujeto. No indica un estado de intolerancia política si un grupo reducido de adolescentes anuncia su intención de rechazar todos los recursos de alzada de quienes tengan piel oscura. Sí, en cambio, habría intolerancia política si el mismo anuncio fuera realizado por jueces de una cámara.
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