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Opinión

Los ciudadanos de una república no votan según su conocimiento, ni siquiera según su experiencia o esfuerzo. La República con inicial mayúscula no nos promete ser gobernados por el saber, sino por la opinión de las mayorías. En este sistema cada opinión vale lo mismo: la dudosa, la segura, la volátil, la persistente, la del sabio y la del ignorante, la del monje y la del pecador. Cada opinión, un voto.

Lo interesante es que, si consiguiéramos valorizar equitativamente cada opinión para gobernar la cosa pública, figuraríamos en el Guinness y seríamos la envidia de la región, sino del planeta. Los ciudadanos votan entonces según su opinión. Nadie necesita fundamentar su voto, explicarlo, compartir algún análisis previo, ni siquiera probar interés. Basta con que dé su opinión cuando la República la solicita (parece poco, pero a veces lograr esto es una utopía inalcanzable, por todas las fuerzas desatadas que buscan que los ciudadanos no lo hagan).

La opinión de la ciudadanía puede inferirse, pronosticarse o soñarse. Pero la República tiene una sola forma de consultar la opinión de sus soberanos para considerarla válida: son las elecciones, que se efectúan periódicamente bajo reglas muy estrictas para consultar la opinión de la ciudadanía.

Al día siguiente, esa opinión puede haber cambiado, pero regirá como republicanamente válida hasta la siguiente elección, sin importar cuántas veces cambie en el medio. Como la única forma de consulta republicana de opinión es la elección, entre elecciones sólo hay “sospechas” de opinión ciudadana. Por eso las elecciones son muy frecuentes: cada dos años tenemos una.

Todo gobierno reconoce el beneficio de una opinión favorable a las acciones que busca llevar a cabo, aún un gobierno totalitario sin intención electoral. De hecho, la opinión favorable es como un lubricante sin el cual avanzar en una dirección requiere el doble de esfuerzo. Por otra parte, una opinión contraria puede transformarse en un viento capaz de hacer descarrilar. No minimicemos el poder de la opinión.

Para cualquier régimen político, la arena de la opinión pública es un ring, una zona de conflicto donde cada sector intenta vencer con miras a promover o frenar acciones según las desee o no. En una república democrática, la lucha por la opinión pública es la parte central del juego, sino el único.

Las encuestas de opinión son una herramienta que busca “afectar” el juicio de los representantes políticos. “Vean cómo sus representados han cambiado de opinión” – advierten – o “vean cómo van a opinar en la próxima consulta”. Una actitud natural, quizás injusta, de los ciudadanos es elegir, no a quien haya cumplido con nuestra opinión de ayer, sino a quien creemos que cumplirá con nuestra opinión de hoy. Esta actitud tan democráticamente sana invita a que un político traicione nuestras opiniones de ayer en pos de congraciarse con nuestras opiniones de mañana. Pero nadie conoce nuestras opiniones de mañana, ni siquiera nosotros mismos.

Algunos políticos confían en su olfato para conocer nuestra opinión día a día. O confían en poder explicarnos las razones de sus acciones contrarias a la moda existente el día de la elección. Otros, por su parte, confían en las encuestas de opinión para interpretar el rumbo del electorado: de ahí la tentación de usar las encuestas para influir sobre los representantes, en especial aquellos muy débiles de convicciones.

Exagerando un poco, podríamos decir que “quien predice, conduce”.

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