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Derechos En Pugna Y Convocatoria De Acreedores

Ojalá las situaciones a analizar fueran como la del sádico que descuartiza a una anciana indefensa. Esa escena no exige forzar nuestra capacidad de reflexión ni cuestionar nuestros valores (y en el peor de los casos, un juicio injustificadamente severo sólo afectaría a un ser abominable).

En cambio, las situaciones interesantes suelen enfrentar al menos dos derechos valiosos, cuando no un enjambre entero. Justamente se plantea un dilema porque, sea cual fuere la conclusión, uno o varios derechos valiosos quedarán inevitablemente limitados. Se trata de situaciones donde la solución al dilema implica restringir derechos que hasta entonces considerábamos irrestringibles.

A menudo, quien plantea un problema político omite, voluntariamente o no, alguno de los sujetos cuyo derecho se encuentra en pugna. De esta manera, presenta la situación con la simpleza del sádico y la anciana.

¿Cómo negarnos a una conclusión que sólo defiende un derecho considerado supremo? Nuestro apoyo está asegurado y el sádico concentra todo el repudio.

El analista “convencedor”, ése que busca llevarnos rápido a su conclusión, omite mostrar los derechos en pugna para que el análisis parezca innecesario, ya que el caso está lleno de obviedades. El que se resista a esta simplificación estará del lado del sádico o de la barbarie; el que la incorpore sin chistar será un buen ciudadano.

En muchos casos el rol del sádico le corresponde al Estado, una especie de victimario perfecto cuya presunción de culpa casi nadie cuestiona. De hecho, nadie lo defiende mucho, no tiene familia y el poder económico apoya cualquier percepción o argumento que lo comprometa todavía más. Quien quiera instalar dilemas bobos de este tipo (¿bobolemas?) siempre tendrá éxito si apunta contra el Estado.

Sólo el reconocimiento del otro actor en conflicto revela la existencia del verdadero dilema. Esta aparición dispara un debate más interesante, con la verdadera tensión del tipo “el derecho supremo de Fulano contra el derecho supremo de Mengano” o del tipo “el derecho supremo de Fulano contra el derecho de la comunidad representada por su Estado”. Y sólo cuando detrás del Estado aparecen la comunidad, la construcción de escuelas, el mantenimiento de hospitales, la asignación universal por hijo, los conflictos contra el Estado salen a la luz en toda su dimensión.

Aquí las firmas automáticas desaparecen y sólo nos resta reflexionar (y mucho) sobre qué priorizamos y en qué proporción. Un ejemplo interesante en este sentido es el caso de la convocatoria de acreedores: de hecho ¿qué ocurriría si uno de ellos se atreviese a invisibilizar el derecho del otro? Veamos...

Cuando el administrador de una empresa descubre que no podrá cancelar las deudas contraídas con todos sus acreedores (no podrá satisfacer los derechos de uno, varios o todos), la ley lo obliga a detener todos los pagos y a llamar a “convocatoria de acreedores”.

La ley detiene el proceso de pagos para, primero, informar a aquéllos con “derechos en pugna” que no podrán cobrar todo lo que les corresponde. Segundo, para que todos acuerden la repartición del dinero disponible (deberán determinar en qué proporción cada uno acepta renunciar a sus derechos).

La ley también obliga a que la mayoría acuerde en función de algunas prioridades, por ejemplo, respetar ante todo el pago de sueldos y de deudas previsionales. En caso de los derechos en pugna que no pueden satisfacerse, el Estado interviene con ciertas restricciones.

Lo interesante del caso es ver qué ocurriría si existiese un acreedor honesto. Por ejemplo un proveedor de papel para fax, que cumplió con su entrega en tiempo y forma, que cobró un precio justo, y a quien la empresa reconoce deberle cien pesos.

Si saldara la deuda con el argumento inobjetable de que es lo que corresponde, el administrador podría terminar en la cárcel. ¿Por qué? Al pagar esta deuda “justa”, el administrador estaría sacándole cien pesos al pozo común cuyo contenido no alcanza para pagar todas las deudas “justas”. Así, el argumento de la “deuda justa” pierde validez en el caso de una empresa en convocatoria, justamente porque aparecen derechos en pugna: saldar una deuda justa le juega en contra a otra deuda justa.

Y aquí volvemos a la política... Un país sin los recursos necesarios para cumplir con todas sus deudas y obligaciones se encuentra en una situación similar a la convocatoria de acreedores. En esta situación, el Estado no debería saldar sus compromisos con cualquier acreedor (empresa privatizada, deuda externa o interna, etc.) con el único argumento de que, como dice López Murphy, “los compromisos se honran” (de hecho, esto esconde amiguismo, privilegios espurios, con el acreedor privilegiado).

Un Presidente honesto debería denunciar esta situación de convocatoria, listar todos los derechos que el Estado está incumpliendo (no sólo los compromisos monetarios documentados) y tomar “públicamente” la decisión de a quién le recortará y cuánto.

Durante décadas, el Estado argentino se limitó a pagar sus deudas monetarias documentadas a contratistas y acreedores externos. Mientras, ajustaba más y más sus pagos a los acreedores del artículo 14 bis con el argumento de “las deudas se pagan” y omitiendo el listado completo de deudas no saldadas. De esta manera invisibilizó a cuarenta millones de acreedores estafados.

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