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Virtud


El politólogo italiano Giovanni Sartori sostiene que hoy la amenaza a la democracia constitucional no proviene de un modelo alternativo mejor (como el comunismo o la monarquía) sino de cierta exigencia de “más democracia”, casi acusando de no democrático al modelo actual.
Aunque las exigencias a un modelo apreciado pueden generar progresos, también corremos el riesgo de terminar exigiendo atributos que el modelo no promete y ni siquiera busca. La virtud de sus representantes es uno de ellos.

La democracia constitucional no necesita de la virtud humana. Cree en ella pero no en su perennidad ni en la capacidad de detectarla.

Si la democracia constitucional se rigiera por el criterio de virtud, la Constitución se limitaría a indicar cómo se elige al ciudadano virtuoso para luego darle plenos poderes. En cambio, la Constitución supo procurarse de mecanismos de control y remoción, de balanceo de poderes, para delegar autoridad en plazos muy limitados y muchas veces no renovables.

¿Por qué tanto límite y control si se apostase a la virtud del elegido? La República tiene eso de mágico: un sistema escrito por humanos comunes para que humanos comunes gobiernen a humanos comunes.

La exigencia de virtud suele esconder una voluntad de descalificación al sistema de gobierno humano: a mayor exigencia de virtud, mayor descalificación. Por eso quienes la exigen entre los representantes democráticos tan mezquinamente humanos a veces encuentran virtud en dictadores criminales (no sólo poco virtuosos sino poco humanos).

Exigirles a nuestros representantes caracteres heroicos humanamente extraordinarios nos descalifica a nosotros como “electores”, por nuestra irreparable incapacidad de elegir héroes entre humanos. En otras palabras, debemos buscar ciudadanos –no héroes- dispuestos a representarnos y a comprometerse con el juego republicano.

Nada más, nada menos.

Otro ejemplo de exigencia exagerada se esconde en el planteo de que la democracia elige a los mejores gobernantes, el trillado “Gobierno de los Mejores”.

Nadie en sus cabales puede creer que un juego como el constitucional –con partidos, elecciones, internas, listas sábanas y almohadas, con instancias de expresión de algo tan volátil y caprichoso como la opinión de mayorías simples – puede garantizar la elección de “los mejores de nosotros para gobernar”.

En cualquier arte, elegir al mejor (si admitimos la idea que “el mejor” es algo elegible) requiere jurados especializados, discusiones acaloradas entre personas cuyas opiniones son consideradas especializadas o de mayor valor por el resto, mucho análisis y un sinnúmero de aspectos que la Constitución no busca implementar.

La república no es el gobierno de los mejores, no es el mejor gobierno, ni es el gobierno para el interés del pueblo. Es el gobierno por decisión del pueblo. Y la decisión del pueblo se expresa, según nuestra constitución, por la votación periódica. Podría expresarse por aclamación en una plaza y también sería una república democrática, pero la constitución lo indica de otra forma. La voluntad expresada en las urnas es considerada la decisión del soberano, una ficción como cualquier otra pero al estar escrita tiene fuerza de ley.

Nuestra República implementa así el gobierno de la voluntad de las mayorías. Ni el saber superior, ni los conocimientos de un grupo especializado, solo la opinión de las mayorías.

Se trata de algo más “mediocre” (nunca mejor utilizado este término que en una República): el gobierno de la opinión más frecuente. Por eso, la virtud máxima de la Constitución es crear mecanismos para sacarse de encima a los considerados pésimos por consenso.

La frase tan escuchada de “el pueblo no se equivoca” no significa que siempre elegimos lo mejor, que le acertamos a algo previamente definido. En realidad, se trata de una verdad tautológica: “el pueblo no se equivoca, porque su opinión define lo certero”.

En política democrática, la definición de “acierto” es hacer lo que dicta nuestra voluntad. Por lo tanto, cuando nos escuchemos pedir “la virtud al poder” o preguntar “¿éstos son lo mejor que tenemos?” deberíamos tomarnos la pastilla que nos devuelva al camino republicano.

Por último… Ante la contraposición entre ética o Ley, debemos tener claro que sólo la Ley tiene cabida en el análisis político. Puede sonar a poco, pero con la experiencia del mundo podemos sostener lo contrario: hacer cumplir la Ley es una utopía.

Si es un comportamiento prohibido, que lo diga la ley. Si es un comportamiento permitido pero reprochable, que lo digan las urnas cuando los electores hacen el balance total de una promesa o gestión.

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